Redescubriendo nuestro niño interior

El otro día tuve una de esas clases en la facultad que uno considera “atípicas”. Para liberar las tensiones acumuladas luego de un largo día de trabajo y poder afrontar mejor el proceso creativo que teníamos que realizar, la profesora tuvo la idea de que nos relajemos a través de una serie de juegos. Pero no juegos simples típicos de ambientes académicos, sino algo más extravagante. Corrimos todos los pupitres y básicamente fue como volver en el tiempo a las clases de educación física de primaria en un día de lluvia. Corrimos, saltamos, gritamos y muchas otras cosas que uno desde afuera no puede evitar tildar de “boludeces”. Pero, ¿saben qué? Podrán haber sido boludeces, podrá pensar alguien que estuvimos perdiendo el tiempo y no era algo maduro. Pero no me interesa porque durante todo ese tiempo me divertí.

 

«¿Por qué la parte de los saltos y cantos no entra en el final?»

Estarás pensando “Che pero esta es una página de videojuegos capo, ¿a quién le importa qué haces en la facultad?”. Bueno, a eso iba precisamente. Al salir de esa clase y estar volviendo a casa realmente caí en la cuenta de lo divertido que había sido eso y que hacía muchísimo tiempo (demasiado) que no me divertía tanto con tan poco. Que el simple hecho de hacer algo que se podría catalogar como infantil, era en realidad tremendamente divertido. Y seguí pensando, pensando en cómo la vida nos lleva todo el tiempo sin posibilidad de retorno hacia ese destino que es la madurez. Pero, me pregunto ahora, ¿Qué es ser maduro? ¿Es seriedad sinónimo de madures? ¿Para ser un adulto tengo que buscar el entretenimiento solamente en experiencias sobrias y profundas? ¿No está acaso la felicidad en lo más simple, la diversión en la sencillez?

Y aquí estoy entonces escribiendo esta nota para ASPEB porque me di cuenta del gran paralelismo que puedo trazar entre esta situación personal y la de la industria de los videojuegos. Tenemos por un lado las experiencias maduras: juegos con guiones enormes, personajes profundos, gráficos hiperrealistas y presupuestos millonarios; todos pareciendo estar enfrascados en una carrera por ver quién es el primero que logra imitar al cine al 100%. Juegos que en su gran mayoría utilizan la violencia como recurso principal y los tonos grises invaden cada uno de sus rincones. Juegos que hoy en día intentan contar una historia con tintes hollywoodenses a lo largo de campañas de 6 horas cargadas de explosiones, tiros y de toda esa acción que nos sube la adrenalina. Juegos que entran por los ojos. Juegos con los que te quedas embobado viendo cómo el viento mueve el pelo del protagonista, o salís corriendo a buscar a tu viejo/novia/amigo para mostrarle una escena espectacular y demostrarles lo que son capaces de hacer estos “jueguitos”. Como una secuencia de ese juego está más allá de lo que podría hacer cualquier película de Hollywood. A todos estos juegos son los que con el tiempo el público los terminó mal-llamando “hardcores”.

Crochette á-la-Fénix

En la otra punta entonces tenemos a los defenestrados juegos “casuals”. Esos juegos simples y directos, que no suelen tener historias complejas ni grandes gráficos, tienen estética colorida, música alegre y generalmente utilizan sensores de movimiento y están pensados para ser disfrutados por toda la familia. Juegos que no intentan en ningún momento despegarse de la clasificación de Juego. Son esa clase de títulos a los que el usuario más hardcore detesta. No podría  caer en más vergüenza  si lo vieran sus conocidos cantando en un juego de karaoke, moviendo los brazos para frenar pelotas gigantes o bailando al son de un pop clásico de los 90.  Para ese usuario todo eso es simplemente hacer el ridículo. Una pantomima, hacerse el payaso perdiendo la dignidad en el proceso.

 

Porouchito’s Seal of Approval

Pero lo que me gustaría saber realmente es  ¿Qué tiene de malo?  Si, juego moviendo los bracitos. Si, estoy cantando a los gritos un tema de Katy Perry. Si, casi me mato intentando bailar un tema de Elvis. Si, mis amigos se están cagando de risa viéndome. ¿Y qué? Yo también me estoy riendo de mi mismo, nos estamos riendo todos juntos. Bailando, cantando, haciendo payasadas, piruetas, lo que sea que hagamos, pero nos estamos divirtiendo. ¿No es ese acaso el fin último de todo videojuego? ¿Por qué un juego que me hace cagar de risa con mis amigos tiene mucho menos valor que otro que me hace llorar cuando lo juego solo? ¿No son ambas emociones humanas (y de las más básicas)? ¿Quién dice que para que algo pueda ser disfrutado por un adulto debe ser oscuro y estar lleno de violencia, sexo e insultos?

La potencia de las nuevas consolas y PCs nos permiten hoy vivir experiencias casi-realistas  a través de la pantalla. Y eso está muy bien. Pero no hay que olvidar nunca tampoco por qué estamos en este medio, qué es lo que hacemos aquí, cuál es la sensación que sentimos aquella primera vez que probamos un videojuego con toda la inocencia de la infancia. No hay que olvidar que lo más importante es la diversión, y que un juego que persiga ese único fin y lo consiga, no tendría por qué ser ninguneado. A veces  está bueno dejar las complicaciones de lado, olvidarse un poco de los problemas que enfrentamos día a día y, aunque solo sean por unos minutos, divertirse y reírse sin más. Por unos minutos mágicos volver a encontrarnos con nuestro niño interior.

 

Aunque a tu niño interior le toquen siempre los caparazones azules

Arranqué este artículo diciendo que no recordaba cuando fue la última vez que me había divertido tanto con tan poco. Ahora al final de este texto ya lo recuerdo: fue jugando Just Dance 2 de Wii con mi novia y amigos.

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